Según el Atlas Mundial de Justicia Ambiental1, Colombia sirve de escenario a 115 conflictos ambientales, siendo el segundo país con más conflictos ambientales significativos, que obedecen a desigualdades en el uso y en el acceso a recursos naturales y han visto un acelerado crecimiento a raíz de las decisiones políticas de las últimas décadas. Estas han promovido medidas –entre ellas la expansión de actividades productivas, tales como la explotación petrolífera y minera, y el cultivo de palma de aceite, y la implementación de políticas ambientales pasivas– que han sido determinantes en la gestión territorial del país2.
La mayoría de conflictos están relacionados con la minería, principalmente de oro, la extracción y exploración de petróleo y carbón, y la extracción de biomasa (esta última se ha caracterizado por gestar disputas asociadas a monocultivos extensos, plantaciones forestales y una intensa explotación de bosques). En menor grado, pero altamente impactantes, se encuentran los proyectos de generación de energía, en particular las hidroeléctricas.
La expansión de las actividades y proyectos mencionados puede aumentar la vulnerabilidad social y ecosistémica. Prueba de ello es que territorios de gran riqueza en servicios ecosistémicos, tales como páramos, humedales y bosques, han sufrido altos grados de degradación. Según el Proyecto MESOCA-ANCA, de la Universidad del Valle, los recursos más afectados son el agua, el suelo y la biodiversidad, principalmente en ecosistemas acuáticos y en bosques.
Por otra parte, las comunidades campesinas, indígenas y afrodescendientes sufren el impacto de los megaproyectos en los servicios ecosistémicos3. Al ser excluidos del disfrute y del uso de los recursos naturales, de los cuales muchas veces depende su subsistencia, los miembros de estas comunidades ven afectados sus modos y medios de vida, sus redes sociales, sus estructuras culturales y sus derechos consuetudinarios sobre los bienes comunes4. El resultado es que se han gestado iniciativas para reivindicar el derecho a un ambiente sano, la conservación de la naturaleza y los valores éticos y estéticos propios de las comunidades y sus entornos naturales5.
En algunos casos, las comunidades se han empoderado y han propiciado diálogos entre los diferentes actores de un conflicto. De hecho, en el 20% de los casos analizados, la comunidad ha logrado cancelar proyectos y obtener una devolución de bienes. Esto ha sido posible gracias a una adecuada gestión a la hora de capacitar a la población, democratizar la información y promover la creación de capital social. Parece indispensable, entonces, generar acuerdos entre los actores, con miras a consolidar mecanismos de acción colectiva de cara a los conflictos. De lo contrario, estos se agudizarán por la falta de interacción social, de diálogo y de participación de la población local en las decisiones públicas6.